Desde hace un mes, peruanos y extranjeros acuden en masa al Museo de Historia Natural, en Lima, para contemplar doce vértebras, cuatro costillas y una pelvis. Pero sobre todo para estrechar la mano de un hombre huesudo al que el pantalón le baila: Mario Urbina Schmitt, el descubridor del Perucetus colossus, un cetáceo prehistórico que nadó en las profundidades marinas de la costa peruana hace 39 millones de años. Una sola de las vértebras de esta criatura pesa más de 100 kilos y se estima que en promedio habría alcanzado las 197 toneladas. Casi cincuenta toneladas más que una ballena azul, el animal que hasta antes de este hallazgo exhibía el cinturón de ser el más pesado de la historia.
Esta mañana de un sábado de agosto, Urbina está siendo asediado por una decena de familias que pugnan por una foto con él, en la sala que cobija al esqueleto incompleto. Desde el techo, una gigantografía colorida anuncia lo que bien pudiera ser una maravilla circense. Niños y adultos se quedan asombrados con la silueta del Perucetus colossus: cuerpo inmenso y regordete como el de un manatí y cabeza pequeñísima como un alfiler. La representación de la cabeza, en realidad, es un misterio por resolver, pues aún no ha podido hallarse rastro alguno en el desierto de Ocucaje, el gran cementerio de fósiles en Ica, al sur de Lima.
Una de tantas señoras le agradece a Urbina por haber registrado a la bestia marina con un nombre nacionalista, convirtiéndolo así en un “embajador del Perú”, y luego le pregunta cuándo continuará con la búsqueda del monstruo. Urbina, que en las últimas semanas ha hecho gala de su excentricidad para responderle a la prensa, absuelve su duda con honestidad brutal: “Antes de volver al desierto quiero engordar. Parezco una calavera. Me han condecorado hecho una porquería”, dice apoyado en su bastón.
Mario Urbina ha dedicado por lo menos 40 de sus 61 años a desenterrar seres inimaginables en zonas inaccesibles, expuesto a la radiación, y en medio de vientos huracanados. Y se nota. Su rostro y sus brazos han adquirido un tostado permanente que contrasta con su torso. Sus ojos, que originalmente eran marrones oscuros, se han aclarado. El efecto, dice, es que cada vez ve peor. De tanto mascar arena en el desierto se le infectaron los dientes y ahora toda su dentadura es postiza. Usa bastón desde hace cuatro años, porque un día empezó a cojear de la pierna derecha. Piensa que es a raíz de una inyección mal aplicada que podría haber afectado su nervio ciático. Pero Urbina no desea certezas. Se resiste a pisar un hospital y que le aconsejen que se retire de las expediciones. Su plan de vida se mantiene firme: morirse encima de un fósil.
A sus males se le suma una pérdida de peso considerable que lo sitúa muy por debajo de los 60 kilos y por la que muchos de sus conocidos le han preguntado con preocupación si tiene alguna enfermedad. Él asegura que los últimos meses, antes de convertirse en una celebridad, se la ha pasado comiendo plátano frito por dos viajes fallidos al desierto de Ocucaje donde no halló ningún hueso más del Perucetus colossus junto a su equipo. Y no encontrar nada significa perder plata y quedarse sin presupuesto. Por eso suele decir, medio en broma, medio en serio que este monstruo lo ha arruinado.
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Han pasado diez años desde que Mario Urbina descubrió una parte del fósil del Perucetus colossus de manera accidental, en un promontorio por donde había pasado muchas veces. Le tardó cuatro años convencer a la comunidad científica de que era un hueso y no una roca; y seis años excavar metros y metros de roca sólida —primero a mano con pico, cincel y martillo y luego con maquinaria— para obtener suficiente evidencia ósea, calcular sus dimensiones, realizar una infinidad de estudios y postular a la revista Nature que publicó la investigación el 2 de agosto y, con ello, certificó su nacimiento (Urbina comparte la coautoría con quince científicos). Todo con financiamiento extranjero. Urbina está en contra de pedirle plata al Estado peruano, porque considera que la paleontología tiene mucho de albur y no quisiera justificar misiones frustradas de varios meses.
Pero Mario Urbina no solo es el hombre que ha descubierto al animal más pesado que haya habitado la Tierra. Su singularidad no se reduce a ser un investigador que se niega a estirarle la mano al Estado. Es uno de los paleontólogos más respetados del mundo, pero nunca llevó cursos de paleontología. Es más, no ha acabado el colegio. Se quedó en segundo de secundaria. “Las anteriores gestiones del Ministerio de Cultura me han perseguido como a un animal y me han querido meter preso porque durante años he desenterrado fósiles sin su permiso. Ellos nunca me han dejado excavar porque no he terminado el colegio. Siempre me han subestimado”, reniega en su laboratorio de vertebrados.
Es lunes y hoy el Museo de Historia Natural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos no está abierto al público. Por lo tanto, su anfitrión más ilustre podrá atendernos. Mario Urbina enciende el primero de los diez cigarrillos que fumará esta tarde. “Puedo quedarme sin agua en el desierto, pero no sin cigarrillos”, acostumbra decir. Sobre una mesa madera se distingue el yeso de un cocodrilo milenario, la cabeza de un lobo marino, y una radio cubierta de polvo. A unos pasos, decenas de chisguetes de pegamento usados y un recorte de periódico despintado en un mueble de madera donde se refieren a Urbina como el Indiana Jones del desierto peruano.
Además del Perucetus colossus, este cazafósiles que comenzó a desenterrar esqueletos humanos, en la adolescencia, en un cementerio colonial ubicado en Chaclacayo, un distrito al este de Lima, cuenta con otros hitos en su haber: en el 2001 descubrió el fósil de un caballo sudamericano con 300 mil años de antigüedad; al año siguiente un esqueleto de pingüino de hace seis millones de años que lleva su apellido: Spheniscus urbinai; en 2007 un perezoso gigante de hace 12 mil años que también fue bautizado con su apellido: Megatherium urbinai. Pero uno de sus hallazgos más célebres sucedió en 2018 cuando halló a la primera ballena con patas de Sudamérica que data de hace 42 millones de años. El año pasado no se quedó atrás: presentó los restos del basilosaurio de Ocucaje, un ancestro de ballena con una antigüedad de 36 millones de años. En la mayoría de esas excavaciones, Eusebio Díaz, uno de sus obreros, hizo pagos a la tierra con licor y tabaco. Su equipo es fundamental y por eso reconoce su labor cada vez que está ante un auditorio.
“Quiero dinamitar la zona para encontrar la cabeza y los dientes del Perucetus. Es la única manera para saber qué comía y cuál era su estilo de vida. Y no pienso esperar otros seis años para averiguarlo. A las autoridades solo les pido que me dejen trabajar tranquilo y que declaren a la zona intangible para alejar a los traficantes de terrenos”, exige Mario Urbina, dando unos golpes con su bastón mientras la tarde se marcha. Mañana volverán los visitantes al museo, y este hombre descarnado estará puntual, esperándolos delante de las vértebras del Perucetus colossus. “Para mí es la oportunidad de tocar a la gente y agradecerle. Nunca antes había venido nadie a agradecerme”, dice Urbina y tira la última colilla al piso. Se marcha a la panadería. Es la hora del lonche.
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