En las últimas semanas, España se ha hecho eco de la noticia de que la élite tecnológica global se prepara para posibles calamidades trazando planes de huida que sólo podrían aprovechar unos pocos. Este episodio nos sirve para llamar la atención sobre la existencia de una élite asociada a grandes empresas tecnológicas que tiene una creciente influencia en nuestras sociedades y economías. Es bien sabido que la era de la revolución digital, que se inició en la década de 1980, ha traído consigo un gran aumento de la desigualdad económica en prácticamente todas las economías avanzadas y una concentración de la renta sin precedentes en manos del 1% más rico. Una amplia literatura en ciencias sociales argumenta que distribuciones de la renta muy desiguales están asociadas con unas dinámicas que conllevan una gran concentración del poder político. A su vez, estas élites suelen usar su influencia para diseñar reglas del juego que les benefician, acumulando aún más recursos y poder. Como dijo el juez del Tribunal Supremo de EE UU Louis Brandeis: “Podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas cosas”.
Lejos de ser cuestiones que sólo atañen a la historia económica, estamos en una encrucijada donde estas dinámicas pueden jugar un papel clave en el futuro de la humanidad. Estamos en los albores de una nueva revolución tecnológica. La irrupción de la inteligencia artificial tiene el potencial de transformar la mayoría de los sectores productivos y ejercer un gran impacto en el mercado laboral. Las empresas de esta élite tecnológica están al volante de la nueva transformación digital dado que lideran, en gran medida, el desarrollo de estas nuevas tecnologías. ¿Tiene la sociedad y los gobiernos algo que decir al respecto?
Una narrativa muy extendida sostiene que el cambio tecnológico en general, y en particular el desarrollo en inteligencia artificial, son fruto de un proceso creativo liderado por la iniciativa privada, en el cual los gobiernos tienen poco que aportar. Como un río que sigue su cauce natural, el cambio tecnológico es percibido como inexorable. Intentar detener el flujo del agua sería tan inútil como contraproducente. Las voces críticas son tachadas de inmovilistas y de estar en contra del progreso. Esta visión también se fundamenta en la idea de que el cambio tecnológico beneficiará a la población general. Las mejoras en la productividad se traducirían en mayores oportunidades de negocio, aumentando la demanda laboral, lo que a su vez elevaría los salarios. El cambio tecnológico es entendido como una marea que acabará “elevando todos los barcos”. La famosa frase de Milton Friedman encapsula a la perfección esta visión: “La única responsabilidad corporativa de las empresas debe ser la de maximizar sus beneficios”.
El reciente libro de Daron Acemoglu y Simon Johnson (ambos profesores del Instituto Tecnológico de Massachusetts), Poder y progreso: Nuestra lucha milenaria por la tecnología y la prosperidad, insta a la sociedad a cuestionar esta narrativa y generar un debate sobre cómo regular y reconducir el cambio tecnológico para que sus frutos sean compartidos entre amplias capas de la población.
El libro guía al lector por un fascinante recorrido de 1.000 años de historia del cambio tecnológico. En primer lugar, pone de relieve que, lejos de ser automático, el cambio tecnológico es fruto de decisiones de personas clave, quienes a su vez están influenciadas por las narrativas dominantes en su época. También muestra cómo, en numerosas ocasiones, el cambio tecnológico no necesariamente ha revertido en mejoras del bienestar para la población. Las mejoras tecnológicas en agricultura durante la Edad Media, como por ejemplo la introducción de los molinos, no se tradujeron en mejoras en las condiciones de vida de los campesinos. Del mismo modo no hay evidencia de que la primera fase de la revolución industrial revertiera en beneficios para los trabajadores. Los estudios apuntan que durante los 100 primeros años de la revolución industrial en el Reino Unido los salarios en términos reales se estancaron, mientras las condiciones laborales se deterioraban hasta extremos deplorables. También existen ejemplos más recientes. La robotización y automatización de procesos industriales está asociada al estancamiento e incluso caída de los salarios reales de los trabajadores menos cualificados en muchos países avanzados. Se estima que tres cuartas partes del aumento de la desigualdad salarial en EE UU en las últimas décadas es debido a la automatización.
Por supuesto, también hay casos en los cuales el cambio tecnológico ha acabado teniendo un impacto positivo en el bienestar de la sociedad. El crecimiento económico durante la mayor parte del siglo XX fue en gran medida compartido con las clases medias y bajas. Acemoglu y Johnson apuntan a dos características clave del cambio tecnológico cuando genera lo que llaman “prosperidad compartida”: en primer lugar, las nuevas tecnologías tienden a hacer a los trabajadores más productivos en sus tareas, en lugar de meramente reemplazarlos por máquinas. En segundo lugar, los trabajadores han tenido suficiente poder e influencia para negociar que parte del fruto del aumento de productividad revierta en sus condiciones laborales. Esto es a menudo instrumentalizado por organizaciones sindicales que negocian la implantación de programas de reciclaje para los trabajadores desplazados por las nuevas tecnologías. Por lo tanto, un aspecto clave del progreso compartido radica en expandir el conjunto de tareas que pueden desempeñar los trabajadores. Estas semanas tenemos un ejemplo clave de estas dinámicas, donde los sindicados del sector del motor en EE UU están protagonizando una histórica huelga en la cual las principales reivindicaciones son la subida de salarios, pero también la creación de nuevos planes de trabajo para los empleados que previsiblemente serán desplazados debido a que la fabricación de coches eléctricos necesita un menor número de tareas.
¿Qué nos deparará la revolución impulsada por la inteligencia artificial? Dos narrativas opuestas están emergiendo. Por un lado, existe la visión de que la inteligencia artificial debe sustituir mano de obra para abaratar los costes de producción. Esta vez en un espectro diferente de tareas que posiblemente afectará en mayor medida a trabajos de cualificación media o alta. De la misma forma que sucede con la robotización, con gran probabilidad esto conllevaría que los beneficios de la tecnología se concentrasen en unas pocas manos. Una visión contrapuesta promueve que esta tecnología se use para complementar las habilidades de los seres humanos, en cuyo caso los beneficios revertirían en mayor medida en los trabajadores y en la sociedad en general. Retomando la analogía anterior, no se trata de detener el caudal de un río, sino de redirigirlo hacia caminos que promuevan una distribución más equitativa de los aumentos de productividad. Esto puede lograrse a través de la regulación, tanto en la fase de diseño de estas tecnologías como en su implementación en el entramado productivo. Además, es esencial fortalecer el poder de los trabajadores y otras instituciones que exijan programas de formación y adaptación laboral al avance de la inteligencia artificial.
En resumen, los planes de la élite tecnológica para abandonar el planeta son sólo la punta del iceberg. La verdadera preocupación radica en su narrativa de un avance tecnológico inexorable, ante el cual gobiernos, reguladores y trabajadores tienen poco que hacer. Sólo una sociedad informada, y consciente de lo que está en juego, conseguirá contrarrestar esta narrativa y encauzar el cambio tecnológico hacia un camino de prosperidad compartida entre la población.
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