Regresa la selección a escena y lo hace de puntillas, ahogada en la polvareda que ha levantado el caso Rubiales, episodio de extrema toxicidad que afecta al fútbol español por todos los costados y le coloca al borde de la disfuncionalidad, comenzando por la figura del seleccionador, Luis de la Fuente, ardoroso pretor de Rubiales el día del discurso y crítico un día después.
El seleccionador forma parte del amplio elenco de instituciones y personajes atravesado por las consecuencias de la crisis. Nadie sabe dónde está cada cual y casi nadie se siente en tierra firme. A De la Fuente le ha ratificado en el cargo Pedro Rocha, presidente que debe su designación a Rubiales. Creía que tenía un aliado y ahora no sabe si tiene un adversario. Probablemente jugará los dos papeles, según le convenga, como es normal en el fútbol, donde antiguos integrantes del TAD —el abogado Tomás González Cuesta y el vicepresidente de la federación, Andreu Camps— han figurado como principales colaboradores de Rubiales y arquitectos de su estrategia al frente del fútbol español, de alguna manera validada por el tribunal al que antes pertenecieron.
El TAD ha visto falta grave de Rubiales y no la muy grave que a los ojos del mundo merece su comportamiento en la final del Mundial femenino. También es cosa habitual del fútbol en particular, y de las instancias administrativas del deporte en general, el desdén por lo que ocurre fuera de sus herméticos muros. Rechazo, por tanto, a la sensatez y terreno abonado para el gatuperio, del que Rubiales ha sido cabeza visible durante los últimos cinco años y quién sabe si en los próximos cinco.
Amonestado, pero amparado por la decisión del tribunal español, Rubiales se encuentra en situación de espera. Su destino lo sellará la sanción definitiva del TAD, que nunca podrá rebasar los dos años de suspensión en el cargo, y el dictamen definitivo de la FIFA, que ha mostrado su desagrado por la actuación del dirigente español. Aunque el descrédito internacional de Rubiales es enorme, tampoco hay garantía de cachetazo. A la FIFA le importa más la politiquería que la reputación.
Mientras se decide en qué parte del limbo habita Rubiales, próximo al regreso o cercano al despido, el fútbol español paga con creces su contaminante personalidad. Hay una lógica perversa en el efecto del momento cumbre de su mandato: la victoria de España en el Mundial femenino. Después de cinco años de sórdidos conflictos, inapreciables para el Consejo Superior de Deportes, Rubiales se soltó la faja. Se apropió sin rubor y modales del espectacular éxito de las jugadoras españolas, con un resultado devastador en todos los órdenes.
Casi nada escapa al efecto contaminante de Rubiales. Fractura abismal entre la Liga y la Federación Española; estupor y división en el fútbol femenino; seleccionadores desacreditados y jugadores que hasta ayer —los internacionales emitieron un comunicado rechazando el comportamiento de Rubiales— se han tapado hasta las cejas en este caso; federaciones territoriales a la greña, el CSD entredicho y el TAD encerrado en su juguete. Difícil encontrar un modelo más disfuncional y negativo que el del fútbol español, que no tiene pudor en convertir sus mayores éxitos en un foco de autodestrucción. No sabemos qué ocurrirá con el fútbol femenino, cuya energía trasciende la ineptitud de los Rubiales de turno, pero sí conocemos las consecuencias de la división y las intrigas que siguieron al Mundial de Sudáfrica: una selección cuestionada desde hace años, dirigida ahora por un entrenador sin la autoridad necesaria y sustentada por una federación hecha trizas. Con este ambiente jugará España en Georgia, un partido que apenas despierta interés pero que tiene tralla. Si se estrella como en Escocia, peligraría su puesto en la Eurocopa y la posición del seleccionador resultaría insostenible.
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