Vanessa Meisembach está en paro, tiene 32 años y cuatro hijos. “Gracias a Dios no son de pedirme caprichos, porque no podría darles casi ninguno. Apenas compro verdura o pescado, tengo que medir cada céntimo”, explica esta sevillana, acostumbrada al rechazo en sus solicitudes de empleo. “En cuanto dices cuatro niños y soltera se les pone cara rara. Te lanzan un ya te llamaremos y nunca te llaman”. Es una situación parecida a la de Sandra Sánchez, también sevillana de 45 años y madre de dos niños. “Estuve muchos años sin trabajar porque mi marido no quería, me lo tenía prohibido. Ahora no encuentro nada, estoy aburrida de echar currículums. Es una frustración enorme. Te hacen pensar que no sirves para nada. Y luego escuchas que faltan trabajadores”.
Estas dos familias son parte de las 932.000 que hay en España con todos sus miembros en paro. Además responden al perfil más común: viven en un hogar con un solo adulto activo (es el caso en el 82% de los hogares), son mujeres (el 54% de los desempleados) y residen en el sur de España (donde se concentran las mayores tasas de paro, en torno al 17%, frente a la media del 11,7%).
“Hay una clara relación entre no trabajar y la pobreza. Aunque existe la posibilidad de riesgo de pobreza y tener un empleo, trabajar sigue siendo la mejor forma de no caer en él”, explica Inmaculada García, especialista en este fenómeno y profesora del departamento de Análisis Económico de la Universidad de Zaragoza. Coincide Aniano Manuel Hernández, también experto y profesor del departamento de Psicología, Sociología y Trabajo Social de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria: “Los estrangulamientos de acceso al empleo provocan situaciones de vulnerabilidad social y pobreza”.
Parecen ideas obvias, pero no deja de resultar importante destacarlas. Primero, porque constatan que el escudo social del Estado no logra que las personas que no trabajan no sean pobres, lo que dificulta su reinserción en el mercado laboral. Y segundo, y mucho más grave, porque en algunos casos ni el acceso al empleo evita esa situación.
Estas familias con todos sus miembros en paro representan el 4,8% del total. Es el menor registro desde 2008 y es menos de la mitad que en 2013, cuando alcanzó el 10,6%. Pero aún está lejos de la menor proporción registrada este siglo, el 2,5% de 2006, en plena burbuja del ladrillo. “2023 ha acabado con 932.000 hogares en esa situación, por primera vez desde hace 15 años por debajo del millón de hogares”, destacan fuentes del Ministerio de Trabajo, que también resaltan la caída en el número de personas que llevan más de un año en esa situación.
“El ministerio”, continúan las mismas fuentes, “tal y como recoge el acuerdo de Gobierno, hace una apuesta estratégica, precisamente, para combatir el paro de larga duración. Los fondos para desplegar las políticas activas de empleo que se consignarán en la próxima conferencia sectorial estarán condicionadas a la puesta en marcha de medidas eficaces para mejorar la empleabilidad de este colectivo”.
Sin embargo, esta mejora sostenida en el mercado de trabajo no va acompasada de una mejora paralela en los indicadores de pobreza. La Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de Estadística revela que la proporción de personas en riesgo de pobreza o exclusión social aumentó en 2023: escaló del 26% al 26,5%. Medio punto puede parecer algo nimio, pero al coincidir con la creación de tantos empleos en los últimos meses exige una lectura pormenorizada.
Más pobres con empleo
“Hace unos años”, recuerda la presidenta de EAPN (siglas en inglés de la Red Europea de Lucha contra la pobreza) en Galicia, Ana Pardo, “la gran mayoría de las personas que venían a pedirnos ayuda estaban en desempleo. Ahora cada vez es mayor la porción de los que sí están trabajando”. Cree que esto se debe al golpe de la inflación, que fue mayor en España que en otros países desarrollados. Y no porque aquí subiesen más los precios, sino porque los salarios se incrementaron muchos menos: en 2022 el poder adquisitivo de los españoles cayó un 5,3%, una de las peores contracciones de toda la OCDE. “Los datos de empleo son positivos, pero las necesidades básicas son cada vez más costosas. Las familias sufren más para cubrir lo esencial”. De ahí que, explica Pardo, cada vez más trabajadores acudan a asociaciones como la suya.
“Pero el problema más importante, el que tiene un efecto brutal, es el coste de la vivienda. Es terrible: donde es barata, en las zonas rurales, no hay posibilidades de empleo; y donde sí hay trabajo es carísima”, agrega Pardo. Esa misma reflexión, pero aplicada a toda España, ayuda a explicar varios problemas al mismo tiempo: por qué hay regiones con tanto paro y otras sin él, porque los residentes en las primeras no se mudan a las segundas e incluso por qué algunas acusan falta de mano de obra. El altísimo precio de los alquileres (ha crecido en torno a un 50% en la última década) y el alto volumen de propietarios (76%, frente a la media europea del 69%) desincentivan la movilidad laboral.
Es el caso de la sevillana Sandra. “Tras la muerte de mi madre vendimos su casa y pude comprar una modesta para mis hijos y para mí. Por eso no tengo alquiler ni hipoteca”. Asegura que si no tuviera un piso en propiedad muy posiblemente se habría mudado. “Digo yo que en una ciudad tan grande como Sevilla debería encontrar trabajo, pero es que no hay nada, ni de camarera ni limpiando ni nada. Me iría a sitios con más trabajo, pero con los alquileres que veo en Madrid o Barcelona, y con dos niños yo sola… No puedo tomar ese riesgo”. Al marchar, estas personas también renuncian a sus redes de apoyo, un argumento más para no abandonar el hogar aunque no se tenga empleo.
Este escenario es el que está cortando el flujo de trabajadores en ciertas zonas de España. El paradigma es el de Baleares, donde hay falta de mano de obra incluso en el sector público, pese a que sus retribuciones medias son mejores que las del ámbito privado. Los alquileres son tan caros que a los trabajadores no les compensa acudir para trabajar en temporada alta. Algunos de los que sí lo hacen recurren a tiendas de campaña y autocaravanas para dormir.
Sandra vive del Ingreso Mínimo Vital. Esta ayuda no se pierde por cambiar de residencia, pero es algo que históricamente sí ha sucedido con otras partidas asistenciales autonómicas o municipales, lo que pone aún más barreras en la movilidad de los desempleados. “Me equivoqué al hacer un trámite por internet y durante un tiempo me lo retiraron. Lo estoy pasando muy mal”, lamenta. Vanessa y sus cuatros hijos también afrontan su día a día gracias a esta prestación estatal, por la que ingresa uno 1.000 euros que complementa con ayudas de manutención: “Sin el ingreso mínimo estaría de okupa. Pago 500 euros de alquiler, imagínate. No podría pagar luz, ni agua, ni nada. ¿Has visto los precios del supermercado? Por eso pido ayuda de alimentos a asociaciones como Humanos con Recursos”.
En España hay 560.000 hogares que perciben el IMV. Aunque la prestación ha crecido mucho en los últimos años (arrancó en 2020 con 160.000 familias beneficiarias), los expertos coinciden en señalar que no alcanza a suficientes personas. Según los cálculos de la Airef, en 2022 solo alcanzaba al 36% y el 58% ni lo solicitaba. El Ministerio de Seguridad Social reconoce los problemas en la implementación de esta ayuda en sus inicios, pero destaca “su complejidad, ya que es muy complicado por el perfil del potencial beneficiario”. A la vez, cree que están resolviendo esas complicaciones. “Para la Seguridad Social ha sido un reto mayúsculo en el peor de los momentos, tras la merma de recursos sufrida durante la década pasada”. La prestación media es de 500 euros mensuales brutos en 12 pagas.
“Los datos”, insiste la especialista de la Universidad de Zaragoza, “indican que se ha reducido la desigualdad en la distribución de ingresos. En ello ha tenido que ver la subida en el salario mínimo (ha crecido más de un 50% desde 2018, hasta los 1.134 euros brutos en 14 pagas) y las pensiones (en los últimos años se revalorizan conforme al IPC)”.
En la misma línea, de vuelta a la Encuesta de Condiciones de Vida, cabe destacar que de los tres factores que conforman la tasa de riesgo de pobreza dos sí han mejorado en el último ejercicio. Son variables que no derivan de respuestas de los encuestados, sino de la situación en sí: son el riesgo de pobreza relativa y el porcentaje de población con baja intensidad en el empleo. El dato que empeora muchísimo y arrastra el global es el porcentaje de población con carencia material y social severa. Este se articula mediante respuestas de los encuetados a 13 preguntas, como si se pueden ir de vacaciones, si pueden sustituir muebles estropeados o si puede mantener una temperatura adecuada en su vivienda. El huracán inflacionista ha empeorado esta variable autopercibida hasta situarla en el 9%, el nivel más alto desde 2014, cuando la tasa de paro era el doble que la actual.
Peor que Europa
La Encuesta de Condiciones de Vida es la estadística homologada para comparar la pobreza en Europa. El 26% en riesgo en España en 2022 (el último dato es el ya mencionado 26,5% de 2023, pero apenas hay cifras del resto de país para el último ejercicio) es el cuarto peor registro de los 27 países que recoge Eurostat. Solo hay una mayor porción de población en riesgo de pobreza o exclusión social en Rumanía (34,4%), Bulgaria (32,2%) y Grecia (26,3%). El dato español es peor que la media (21,6%), que el de Francia (21%) o el de Bélgica (18,7%). Además, una de las peores lecturas de estos datos es que en España el porcentaje ha caído mucho menos que en otros países en los últimos años: de 2015 (aún en los rescoldos de la Gran Recesión) a 2022 Portugal ha reducido su pobreza en más de seis puntos, el doble que España.
En estos datos tiene mucho que ver la altísima tasa de paro española, del 11,7%, casi el doble que la media europea. Ha caído mucho en los últimos años, a tal ritmo que uno de cada tres nuevos empleos de la eurozona se crean en España. Pero sigue habiendo una porción de parados altísima. Los expertos aluden a causas estructurales para explicarlo: nuestro modelo depende demasiado de sectores poco productivos, como la hostelería, con menor capacidad de inversión y de crear empleo; a esto también contribuye la alta proporción de empresas pequeñas, con menos capacidades; esa baja productividad también conduce a jornadas más largas que en los países más desarrollados, lo que reparte menos el empleo; y también hay un factor demográfico. La generación baby boom, en las que no es extraño tener cinco o seis hermanos, está tan poblada que algunos especialistas creen que la economía española nunca ha sido capaz de absorber tal cantidad de mano de obra. Una vez se jubilen, los mismos sostienen que el paro caerá y que el problema se trasladará a pagar esas pensiones.
La especialista de la Universidad de Zaragoza afirma que España ”es uno de los países con más gasto en relación al PIB en políticas de empleo; el 80% del gasto total son prestaciones por desempleo, que tienen un efecto reductor de la pobreza”. En otros países, hay una porción mayor del gasto que se destina a una mejor inserción de los desempleados, en vez de a las prestaciones. “La tradicional distinción entre políticas activas y pasivas de empleo sitúa a España en un puesto alto en políticas pasivas y bajo en las activas”, añade García.
“Las políticas públicas en esta materia no son adecuadas. No hay un tratamiento integral del problema para estas familias. Las políticas sociales se han institucionalizado e individualizado. Los problemas no se tratan en el contexto de la persona, con todas las dimensiones que la definen”, añade Hernández, de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
La comunidad autónoma de este especialista es la segunda con un mayor problema de riesgo de pobreza en España (33,8%), solo superada por Andalucía (37,5%). En tercer lugar queda Extremadura (32,8%), donde vive Sebastián González, presidente de EAPN en la región, que lanza una reflexión que aplica a casi toda la mitad sur del país: “La pobreza es tan alta porque el desempleo es estructural, y esto es así porque la diversidad económica es bajísima. Aquí todo es agricultura y ganadería, actividades primarias de bajos ingresos y sin apenas tejido industrial, el que crea empleos de calidad. Es tan triste la cantidad de jóvenes que formamos aquí y que se acaben marchando”.
Entre ellos está Juan Francisco Bernal, extremeño de 27 años. Su familia está formada por su abuelo jubilado, que ingresa unos 700 euros al mes, y por su madre, inactiva por un problema médico y que recibe una prestación no contributiva de 400. “Voy combinando periodos de desempleo y de trabajo”, explica. Ha hecho de todo: ha sido churrero, ha trabajado de comercial puerta a puerta y también de dependiente en tiendas. Esos periodos de empleo le sirven para costear sus estudios en la Universidad de Castilla-La Mancha, lo que le obliga a alquilar una habitación. “Mi sueño es dedicarme a la educación social. Es lo que más me gusta. Para ello me privo de casi todo o no llegaría a fin de mes”. Por un problema administrativo este curso no pudo acceder a una beca, lo que le obligó a vender su coche por 1.200 euros.
Por edades, los jóvenes forman el colectivo que sufre un mayor riesgo de pobreza en España. Son el 27,4% de 16 a 29 años, solo en mejor situación que los niños, entre los que se eleva a un 34,3%. También afrontan un panorama más complicado los inmigrantes: mientras los españoles en riesgo son el 22,3%, entre los extranjeros procedentes de la Unión Europea son el 36,5% y entre los de otros países, el 57%.
En ese porcentaje tan negativo se encuentra Grethel Guevara, nicaragüense de 48 años residente en Mérida. Está en paro y vive con su hija y una amiga a la que le alquila una habitación (paga 300 euros y a ella le cobra 75). “Creo que para los migrantes es algo más difícil acceder a ciertos empleos. Para los más precarios hay menos problemas”. En sus cinco años en España “siempre” le ha costado llegar a fin de mes, ya que normalmente se ha empleado en ese tipo de puestos. Tiene estudios superiores, como especialista en diseño industrial, pero no puede homologar el título. “Me queda paro hasta abril. Hasta entonces voy a concentrarme en una formación para ser auxiliar administrativa, que me han dicho en el SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) que seguro que encuentro trabajo de eso. Es una apuesta para salir de la limpieza y los cuidados”. La recualificación, apuntan los expertos, es clave para que los parados de más edad regresen al mercado laboral.
“Hago todo lo que puedo”
La preocupación por el futuro que expresa Grethel es muy común. La mayoría de los desempleados entrevistados para este reportaje asumen que nunca cotizarán suficiente como para obtener una pensión de jubilación aceptable. Es el escenario más previsible para la gallega Alejandra Costids, que ha trabajado sin contrato durante la mayor parte de su 48 años de vida. “Mis padres son feriantes y siempre me he dedicado a ello. Somos ocho hermanos y fui muy poco al colegio, aprendimos a leer casi en la calle”. Nunca tuvo problemas de dinero, pero apenas ha cotizado para su futura jubilación. “Desde que dejé la feria me ha costado mucho, es muy difícil administrarse con tan pocos ingresos”. En los últimos años viene encadenando periodos de empleo y paro. “Hago todo lo que puedo”.
Esa frustración tiene mucho que ver con el peso que damos al trabajo en la construcción identitaria de las personas: una de las primeras preguntas que hacemos al conocer a alguien es a qué se dedica. Para las personas en paro, contestar puede ir acompañado de un punto de vergüenza. “Existe un estereotipo compartido que representa a las personas pobres como poco trabajadoras, carentes de la motivación para salir adelante por sí mismas o que pretenden sacar provecho de las ayudas sociales”, lamenta Mario Sainz, profesor en el departamento de Psicología de la Universidad Nacional a Distancia y especialista en este tema. Cree que estos estereotipos a menudo se acompañan de “actitudes clasistas” que dejan a estas personas “carentes de valor social y por tanto receptoras de nuestro desprecio en diferentes ámbitos”. Entre ellos, el laboral: “Puede dar lugar a barreras en la contratación”.
Ese muro se levanta varios metros cuando las personas viven sin hogar. “Es muy difícil tener empleo sin un lugar en el que vestirte y ducharte rápidamente. Además del estigma que sufren, no tienen acceso a un ordenador para echar currículums, que ahora es la puerta de entrada para cualquiera empresa”, explica Gloria García, directora de la asociación Realidades, que intenta solucionar esos problemas. Atiende a EL PAÍS en la sede del colectivo en Madrid, donde atienden a personas sin hogar. En una sala amplia hay varias personas utilizando ordenadores: “Aquí pueden echar currículums, algunos consiguen trabajos así. Además tenemos planes específicos que se centran en la empleabilidad. Somos una red de apoyo, de la que estas personas suelen carecer”.
La asociación también desarrolla talleres y actividades abiertos a la comunidad. Entre los participantes está Luis Castilla, que a sus 61 años no ha caído en el sinhogarismo por los pelos. “Trabajé muchos años como director de teatro, luego fui cocinero, estuve también trabajando en programas de televisión, como conserje en una urbanización… Hasta la crisis de 2008. Me mantuve como pude, pero desde 2011 ya no volví a trabajar”. De nuevo, la vivienda explica gran parte del problema. “No podía pagar la hipoteca. Gracias a la Plataforma de Afectado por la Hipoteca logré la dación en pago (liquidación de la hipoteca a cambio de entregar el piso), que tantas personas no consiguieron. Se quedaron con la deuda y sin casa”.
“No me quedé en la calle”, continúa, “porque me acogió mi hermano”. Por entonces le detectaron una insuficiencia renal que limita muchísimo sus movimientos. “Me dieron la incapacidad permanente”, explica. Administrativamente, esa condición hace que no cuente como desempleado, pero realmente sí lo es. Él quiere trabajar. “Me gustaría poder tener un trabajo sin esfuerzos físicos, algo cultural, de lo que yo conozco. Me gustaría vivir con algo más de 825 euros de pensión, pero si trabajo de algo la pierdo, es un salto al vacío”. A sus 61 años, vive en una habitación en un piso compartido. “Yo quiero trabajar para estar en una situación mejor”, finaliza.
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